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¿Cuál es el escenario para introducir y posibilitar el concepto de abogacía pública?

¿Cuál es el escenario para introducir y posibilitar el concepto de abogacía pública?

“Como bien sabían en la Grecia clásica, lo opuesto al mito no es la razón sino el silencio.”

El Estado –como condensación de lo que ocurre en la sociedad- por su impulso o por su freno, por lo que posibilita o por lo que impide no estará ajeno ni al desarrollo del capitalismo, ni al avance de la Modernidad. Los cambios que se observan en el mundo ya sea la globalización, la impotencia del neoliberalismo, la crisis de los partidos, la despolitización y las formas de la anti-política, el crecimiento de las desigualdades, los medios como la verdadera oposición a todo aquello que se salga del libreto único, el surgimiento de las redes sociales, la amenaza medioambiental, la privatización de los medios tradicionales de vida, la individualización, la fragmentación y desagregación social, el desempleo y la precarización, la pandemia, la soledad, la violencia, el desarrollo tecnológico o las demandas igualitarias y de género presentarán un marco donde la discusión acerca de la política sigue siendo -y a pesar de todo- un diálogo con el Estado.

Siempre deberemos tener en cuenta que no hay última ratio en las relaciones de poder siempre se tratará de algo histórico, diferencial, relacional y circunstancial. En las relaciones sociales, lo social es un hecho contingente. Es quizás el Estado la máquina más perfecta de construir obediencia. Su mayor fuerza no residirá en la violencia sino en la idea compartida de que el Estado está ahí para representar una voluntad colectiva; para que las cosas cambien, o simplemente permanezcan en el lugar en el cual están. Lo que existe no agota las posibilidades de la existencia. El Estado sigue siendo el destinatario último al que se le pide que resuelva los conflictos económicos, sociales y políticos.   

De cada crisis, el capitalismo ha salido con un nuevo modelo de desarrollo al que le corresponderá un nuevo modelo de Estado y un tipo particular de hegemonía mundial. El capitalismo ejerce su dominio gracias a su condición compleja, flexible, descentralizada y anárquica -rasgos que no dejan de ser los del mercado- y donde lo hegemónico no ha coincidido con los valores de la emancipación. El capitalismo sólo sobrevive si cambia y triunfará al trasladar su lógica a casi todos los espacios de la vida social. Son las formas las que varían; no se modificará el modo de producción. Hay que asumir la vinculación de lo económico en lo social  y el peso de lo material en cualquier orden político. Esa relación va a determinar la forma política. Ganar las elecciones no significará ganar el poder; aún menos, ni superar, ni sustituir al capitalismo.      

Hay sí una constante en este último: la de socializar las pérdidas necesarias de un sistema con tendencias estructurales a las crisis y de preparar el camino para la próxima privatización de las ganancias. El neoliberalismo rompió los corsés nacionales, entregó parte de la estatalidad a organismos internacionales convertidos en aparatos de maximización de las ganancias, pero del Norte (FMI, BM, y OMC) y estableció el papel de los Estados Unidos como gendarme mundial único. Neoliberalismo y autoritarismo son perfectamente compatibles.  

El neoliberalismo es un sistema que fracasa huyendo hacia adelante. Para ello, habrían de convencer que la solución vendrá de la mano de los mismos que habían generado el problema. La opción frente a las crisis recurrentes fue una mezcla de ahondamiento neoliberal –concentración en la banca tradicional, reforzamiento del FMI, confianza en que el mercado por sí sólo se encargaría de reubicar los buenos y malos activos financieros, políticas de austeridad y privatizaciones-; y de un falso regreso a la edad de oro de la regulación estatal. El neoliberalismo ha sido un proyecto de clase travestido de una retórica de libertad individual, libre albedrío, responsabilidad personal, privatización y libre mercado; con la pretensión de ser un sentido común tan sólo posibilitado por la apatía política y el adoctrinamiento mediático.

Las necesidades del capitalismo demuestran una vez más su incompatibilidad con la democracia. Cuando el Estado se emancipa de la sociedad y se pone al servicio de los intereses particulares –de un grupo, clase o facción-; es allí donde la legitimidad finalmente se pierde. Su resultado se mide por doquier en el crecimiento de las desigualdades y la precariedad, factores que sólo agravan la crisis económica, debilitan el mundo del trabajo, fragmentando el conflicto, inoculando miedo a su población, facilitando la radicalización de un conjunto de medidas a aplicar y dando lugar al surgimiento de una derecha extremista –negacionista- que se presenta en el escenario mundial y local balbuceando poseer las respuestas -cual mantra- basadas en la libertad individual.   

El capitalismo dejado a su propia lógica genera su propia destrucción en medio de una amplia socialización del dolor. Sólo necesitó exceder el ámbito nacional para mantener su tasa de utilidad; al tiempo que convertía al dinero en la más rentable de las mercancías. La actividad que genera más dinero no siempre es la acción más eficiente en términos sociales. La lógica cortoplacista del capital no repara ni en empatías, ni en futuros fulgurantes. En la fase de descenso del ciclo económico en los años ´70 con una crisis de sobreproducción, desempleo y un empobrecimiento per-cápita generalizado (crecimiento demográfico y caída de la renta) la salida fue recuperar la tasa de ganancia reduciendo los costos de producción (en especial los salarios) y aumentando las tasas de explotación, des-localizando empresas, acelerando el ritmo de destrucción medioambiental, dejando de pagar impuestos, endeudando a ciudadanos y países, reduciendo el gasto público, privatizando el patrimonio colectivo. La consecuencia de ello fue el empobrecimiento de las mayorías.

Es precisamente esa lógica de la búsqueda del beneficio la que afectará a los Estados de todo el mundo; y es finalmente el Estado el que se convierte en su principal articulador; en propiciador de su impulso y que, a su vez, irremediablemente caerá en sus múltiples contradicciones y oposiciones. Vivimos un tiempo de transición. A pesar de que el Estado sigue vigente, se ha sembrado en el orden neoliberal la idea de que ya no le corresponderá más, la obligación de expresar la suerte colectiva sino que esa tarea deberá ser compartida por otros niveles de estatalidad: por los mercados, por las empresas, las asociaciones y los organismos internacionales. La idea de gobernanza estará sostenida bajo la imagen de que las excesivas demandas ciudadanas al Estado lo habría “sobrecargado”.

Una versión tecnocrática de la crisis de demanda democrática aristotélica que intenta –una y otra vez- sustituir la política (y el conflicto) relegando los principios clásicos de igualdad, autonomía, universalidad y seguridad que el Estado liberal clásico profería. Un llamado a reemplazar por meras soluciones técnicas -de eficiencia y eficacia- a la democracia, la justicia y los derechos. Algunos Estados quieren quitarse la responsabilidad sin resignar la legitimidad. Un Estado desatendido de la idea de bienestar como un derecho público al que no se le debe “recargar” con las exigencias de redistribución; que tan sólo negociará garantías mínimas y donde “lo común” fuese sustituido por la simple instancia de “lo particular”.      

Una vez más son los trabajadores quienes correrían con el peso del pago de la crisis que se tradujo en una crisis de legitimidad, confianza y acumulación que intensificarán las protestas; tanto como la represión. El neoliberalismo en los países centrales fue capaz de articular un modo de regulación –un acuerdo de garantía del orden social- y un régimen de acumulación –un sistema de reaseguro de la reproducción económica; de ahí deviene su fuerza. En América Latina –en cambio- ese esquema entró en crisis. América Latina fue el epicentro de una revuelta más funcional para frenar la depredación que para sostener una alternativa estable. Las finanzas en el modelo neoliberal cooptaron al Estado que mutó para garantizar ese modelo de acumulación. Divorcio entre el interés del capital y lo común; entre la lógica del mercado y la democracia. Para el pensamiento neoliberal la democracia no es un valor central.

El Estado posee reglas (económicas, políticas, normativas, culturales) para la distribución de las ventajas de la vida social que en los Estados occidentales han tenido diversas formas: Estado social, democrático, de derecho y nacional. Legitimidad  e inclusión que junto a la coacción articularán la obediencia. Las instituciones por sí solas no son virtuosas respecto del Bien o de la justicia. Las instituciones independientes de la sociedad terminarán siendo su peor enemigo. Sin embargo, esa es la petición del neoliberalismo, esa es la bandera de los “libertarios”: la vuelta a un mercado auto-regulado, la privatización de los espacios de estatalidad, la imposición de una lógica guiada por la búsqueda del beneficio a través de integrar la oferta y la demanda, la apuesta por instituciones que se alejen del control ciudadano y las exigencias electorales, la conversión de la política en una mera gestión técnica. El Mercado sólo planteará desafíos, no objetivos. En lugar de una acción estratégica la política es concebida como gestión competitiva.

Las políticas de austeridad irán contra las mayorías; reequilibran primando al sector financiero y debilitando los salarios, redistribuyendo los ingresos desde el trabajo al capital. Fomentando la precarización, incrementando las desigualdades, promoviendo los valores de la jerarquía y competitividad, haciendo del trabajo una mercancía más y convirtiendo al mercado –no en un lugar de intercambio- sino en el espacio mediador del beneficio. Escenario que buscará mantener el privilegio dentro de un esquema de confrontación social. Un espacio de ganadores y perdedores, de amos y esclavos. El Estado moderno es por definición representativo. Esto implicará que siempre una minoría va a tomar decisiones que obliga a la mayoría.

M. Weber entendía al Estado como el poseedor único de la violencia y responsable de la gestión de lo público bajo el paraguas del interés colectivo. Se entiende por crisis del Estado a la crisis –en el mundo occidental- del Estado social y democrático de derecho de la mano –en algunos- de recortes en los derechos civiles y políticos para acallar la protesta; en otros, de ajustes estructurales ruinosos. Ambos se han traducido tanto en incrementos de la desigualdad; como en un empobrecimiento generalizado. Once millones de argentinos comen hoy en comedores. No hay tal cosa como crisis del Estado soberano; y es un error atribuir a la globalización esa crisis. Las funciones –de garantizar la reproducción material del sistema, facilitar la confianza entre los ciudadanos y suministrar legitimidad al aparato político- que ese Estado venía desarrollando ya no se ejercerán exclusivamente en los entornos nacionales. La realidad es histórica y contingente y eso llevará a identificar al Estado con esa situación histórica capitalista.

Para librarse del Estado –más allá de un mundo ideal sin dominación- hace falta del Estado –como así lo entendió el neoliberalismo pero en una dirección inversa.  Si la solución no está en el Estado, tampoco estará por fuera de éste; y si la sociedad se ha complejizado hay que complejizar también la estatalidad. Estado y sociedad se transforman y constituyen mutuamente. El Estado es una estructura centralizada, dotada de normas que permiten cierta certidumbre y previsibilidad; una estructura crecientemente especializada. Esa es la razón por la cual, las formas estatales se hicieron hegemónicas. En cada momento histórico siempre habrá una tensión entre las formas heredadas con los requerimientos sociales. Una relación de poder conseguirá ser reconocida cuando durante un tiempo mantenga un orden, esa relación ofrecerá una seguridad de orden y ésta existirá cuando el proceso social sea calculable y predecible. En un contexto donde se libra al mercado todos los ajustes sociales ese orden jamás estará asegurado. 

Tan sólo ayer los Estados nacionales regulaban la organización política y económica, garantizaban el orden jurídico y la propiedad, construían la homogeneidad social y monopolizaban las identidades sociales. Una lógica espacial y general –no conclusa, ni predeterminada pero que de manera muy marcada tuvo lugar en la periferia- y donde las élites de los países centrales han tenido la fuerza suficiente para pautar esa dirección en sus propios territorios. Esta situación está abriéndose paso frente a otras realidades, con otra economía, otro sistema normativo, otra cultura, otra política, otras interacciones y grupos de poder y contrapoder. Habrá que tener en cuenta que el Estado no es un actor neutral; es el espacio donde la soberanía popular puede ser ejercida, es el lugar donde los ciudadanos pueden tomar decisiones sobre la comunidad política.

Un sistema económico no funcionará sin un entramado conceptual que lo justifique y lo mantenga. La hegemonía se expresa en la capacidad de una clase o fracción de convencer al conjunto de la ciudadanía de la bondad o inevitabilidad del marco social, político y económico vigente. Las condiciones económicas a que obliga el capitalismo presuponen una condición humana adaptada a sus necesidades: propone individuos que se guíen por la maximización del interés privado. Su método partirá de seres particulares por encima de los cuales no habrá ética alguna; exaltará el egoísmo al que presuponen virtud; denigrará la solidaridad; conducirá a la destrucción de la naturaleza; y la guerra –una y otra vez-, será su horizonte último.

Hemos asistido a un proceso de vaciamiento de la democracia entendida como participación popular. Si el significado actual de la democracia es el de afianzar el funcionamiento del modo de producción capitalista, o la de ser un mero mecanismo para el posicionamiento económico y la segregación social; ello es el resultado de una doble falsa ilusión: la haber apostado al carácter lineal e irreversible de los “progresos democráticos”; y a la creencia que la democracia es un proyecto que se agota en el sólo fortalecimiento de las instituciones políticas, ignorando su contenido ético y normativo. Si la democracia es sólo entendida como como forma de organización del poder social en el espacio público resultará inseparable de la estructura económico-social sobre el cual dicho poder se sustenta; quizás sería más adecuado hablar de la reproducción de la organización capitalista de la sociedad cuyos avances -tanto en lo político como en lo económico- no se vieron reflejados en una evolución correlativa en la vida de los pueblos. Instituciones y procesos tiene cada vez menos significado para el real desarrollo social. Apatía y desencanto debilitan la sociedad. Hay que volver a vincular las decisiones políticas a sus significados emancipadores.

Nos resistimos a pensar que ya no es ambición de la democracia luchar contra la pobreza, la injusticia y la inequidad. Los ciudadanos son conminados a abdicar de cualquier acción por la mediatización de sus elites renunciantes a la esperanza hegeliana de transformar el mundo. La democracia se aparta de la imaginación, de la posibilidad de cualquier cambio social significativo mostrando el devenir como una postal aquietada. Frente al desplazamiento del poder por fuera del lugar de la política sólo se receta adaptabilidad, obediencia y conformismo. La respuesta es sólo miedo y confusión.

Reinventar el Estado para canalizar la participación popular y construir una esfera pública virtuosa; recuperar su control para reinventar la política. Entender al Estado como el ejercicio del poder estatal y concebir que su poder residirá en la capacidad de operar por fuera de él. Entender al Estado como la condensación de un equilibrio de fuerzas variables, mediado a través de instituciones y de discursos que quiere influir en todos los ámbitos de lo político y operar en un entorno que es más amplio que el propio Estado. El Estado no estará ausente de las tensiones entre los intereses generales y los particulares.

La autoridad del Estado moderno procede de su promesa de servir a los intereses generales, de representar las propuestas trazadas por la Ilustración: de libertad, igualdad y fraternidad. Sólo la atención del interés colectivo que atienda al bien común será la fuente de su poder legítimo. Es allí, donde residirá la base de la obligación política. Para ello, habrá que recuperar la pretensión de universalidad democrática. Recordar que la democracia no es sólo una cuestión de método sino de fines, valores e intereses que inspiran a los actores colectivos. No podrá haber democracia en niveles extremos de pobreza y exclusión social. Sin salarios dignos no habrá jamás ciudadanía política.  

El liberalismo es una teoría normativa de la sociedad. No explica la realidad sino que propone cómo esta deberá ser. Por eso, -con igual frecuencia- el modelo teórico nunca coincide con lo que sucede en el mundo real. Las nuevas formas de gobierno deberán caer en formas compartidas donde se reelabore la relación Estado-mercado- comunidad esta vez, a favor de esta última. La intensificación de la lógica capitalista generará -una y otra vez- crecimiento de la resistencia social. La lógica pendular de gobiernos populares y neoliberales constata que siempre se regresa a un presente deteriorado pero nunca al pasado que se cree recordar venturoso.

El poder se especializa en la medida en que la gestión de los asuntos comunes se hacía cada vez más compleja. Esa concentración del poder estaba vinculada a la identidad entre el naciente Estado nacional moderno y el flamante mercado nacional, de manera que sólo con la defensa de ese mercado se garantizaba la independencia política. Nunca olvidemos que es el Estado el que inventa la nación, de ningún modo –y a pesar de esa ensoñación- es al revés. ¿Por qué obedecemos entonces? Lo hacemos porque creemos; creemos que el poder es legítimo (M. Weber); lo entendemos como depositario de la autorización política. Es la satisfacción de las promesas -sean estas las de igualdad, empleo, identidad y seguridad-; o las que se hayan establecido en el cumplimiento de las expectativas ciertas de los representados. Obedecemos porque creemos gozar de cierto bienestar o inclusión que nos concilia con el sistema.

Si lo económico predomina por sobre la política; si lo económico es puesto en una situación de privilegio, ello abortará toda reflexión sobre lo social; cuya mera sustentabilidad sólo conducirá –sostienen ellos- “a la regresión y a la crisis”. El neoliberalismo ha sostenido un discurso determinista del fin de las ideologías y de la historia que lleva consigo la crisis del pensamiento crítico. El “nuevo evangelio” –entendido como discurso estructurado y omnipresente de la exaltación supersticiosa del mercado- nos conduce a una forma de esquizofrenia colectiva que parte de lo real para negarlo. Una utopía “negativa” en el sentido de no ser socialmente deseable.

El crecimiento económico –como así lo fue en el fordismo- ya no está vinculado con el creciente bienestar, sino que tendencialmente está orientado a su contrario. Cabe aquí, otra pregunta: Si la economía crece ¿para quién crece? Si resulta ilusoria una vía de desarrollo autónoma al margen del sistema capitalista mundial: ¿Cómo compatibilizar democracia y desarrollo? Fue siempre en nombre del realismo o del pragmatismo que se condenó toda resistencia, disidencia, cualquier búsqueda de alternativas, cualquier tentativa de regulación democrática, se desarticuló cualquier crítica. El culto a la competencia sólo engendra recesión. El canto al crecimiento y al consumo conduce al rigor y a la frustración.

Ahora bien, ¿Qué sentido tiene la política? ¿Podríamos aún sostener que ella es el ámbito de producción y reproducción de la normatividad que rige la vida social? Parecería que la política no remite hoy a un horizonte de futuro que permita poner al presente en perspectiva. La política moderna consistía en la construcción deliberada del orden social. La actual des-estructuración del tiempo –ya que no hay interrogación acerca del futuro- socaba la capacidad de la acción política y deviene en mero manejo de la contingencia. El presente como omnipresente hace que la política pierda su capacidad de anticipación. Cierta apología de un presente permanente que nos acerca a la experiencia del mercado. Apuesta –sin más- por el fin de un horizonte de sentido en nombre del cual, se interpretaba y justificaba dicho presente.

La reconstrucción de la sociedad necesariamente deberá pasar por la rehabilitación del hecho político, del hecho social y del hecho cultural contra la razón económica. Ello implicará una redefinición, quizás un redescubrimiento de un saber vivir juntos y de un nuevo sentido. La política deberá resistir a la resignación, al miedo y a la desesperanza. Es en el hoy que se deja sentir una necesidad de Estado y de su principio de intervención; en su apetito de fortalecer el orden social en la integración efectiva de todos los ciudadanos. La historia siempre estará abierta, sólo necesitamos escribirla recuperando el pensamiento crítico y la discusión política.

Reconciliar la historia y la ética basada –una vez más- en las virtudes democráticas y en que lo esencial sea el sentido de comunidad y de respeto hacia el otro. Es imposible realizar una sociedad democrática renunciando al papel del Estado. Sin desarrollo social no puede haber desarrollo económico. Para devenir humanos es imprescindible la presencia del otro, la interacción, la pertenencia en el espacio público. Hay que recuperar los conceptos de bien público e interés público, felicidad social, libertad, igualdad, responsabilidad, solidaridad. Es preciso entender que la alternativa ya no es “liberalismo o barbarie”. Nuestros liberales son conservadores en lo político y reaccionarios en lo social. Lo que es está abierto. Es siempre por ser; es la determinación de nuevas perspectivas, la creación de nuevas formas. Es la capacidad de hacer surgir lo no dado.

Autores: Guido Leonardo CROXATTO – Director de la Escuela del Cuerpo de Abogados del Estado. David KRONZONAS – doctor en Ciencias Sociales, investigador y docente.

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